El salario mínimo y las plagas de Egipto
Fecha: 26 Feb 2019
Artículo de opinión de Gonzalo Pino, Secretario de Política Sindical de UGT, en "Cinco Días"
►Creemos que no hay mejor momento para elevar el SMI que con una economía que crece
Ha vuelto el debate sobre la subida del salario mínimo. O mejor dicho, han vuelto las diatribas contra el salario mínimo. Los de siempre han vuelto a decir lo de siempre. Las maquinarias de potentes servicios de estudios de entidades y organizaciones fundamentales en nuestro entramado institucional, español e internacional se ponen al servicio de un objetivo común: que el salario mínimo no suba. Hay que defender el modelo que quieren las empresas, los grupos de presión neoliberales, la derecha económica: los que mandan.
Después de la estruendosa campaña desencadenada en el mes de diciembre en contra de la subida (cuando el Gobierno anunció su intención de llevarlo a 900 euros en 2019), las críticas han vuelto, con la excusa del primer mes de vigencia de la nueva cuantía. Algunos han llegado incluso a atribuir la pérdida total de afiliación en el mes de enero a esta medida, ocultando que es algo que sucede con similar intensidad en todos los meses de enero, debido al comportamiento estacional de muchas actividades.
La razón de esta virulencia en la reacción es clara: saben que el aumento del salario mínimo es una cuestión esencial, que amenaza en gran medida la totalidad de su rancio e injusto ideario económico. Si se comprueba que la subida del SMI no genera catástrofe alguna sobre la economía, los cimientos de su estrategia de devaluación salarial se tambalean. No es el interés general lo que les mueve; es el miedo.
La estrategia de acoso y derribo al SMI comienza por afirmar que subir el salario mínimo destruye empleo, sobre todo entre los jóvenes. Pero esto, dicho así, no es cierto. Los datos de experiencias anteriores arrojan resultados diversos, que no son concluyentes. Se puede hablar de un efecto medio ligeramente negativo; demasiado poco para descalificar sin más la mejora del sueldo mínimo.
Conviene tener presente cuáles han sido los resultados de las últimas experiencias de aumento relevante del salario mínimo en España. En junio de 2004 el SMI se subió un 6,6%, que se sumó al 2,1% que aumentó en enero. En los dos años siguientes el empleo asalariado de los más jóvenes pasó de caer a aumentar fuertemente, especialmente entre los de 16 a 19 años. En 2017 el SMI creció un 8%, y en 2018 un 4%; es decir, un 12% en términos acumulados. Pese a ello, en los últimos dos años el grupo de edad que más ha aumentado su empleo, con mucha diferencia, es el de 16 a 19 años (un 51%, frente a un incremento medio del empleo en el periodo del 6,9%). En ambos periodos hay que destacar que los aumentos fueron aún mayores en el caso de las mujeres: por ejemplo, desde el cuarto trimestre de 2016 el empleo de las mujeres ha aumentado en un 7%, pero el de las que tienen entre 16 y 19 años lo ha hecho un 73,5%, y en las de 20 a 24 años, un 19,9%.
También se achaca a la subida del salario mínimo que se hace sin tener en cuenta la productividad, aumentando los costes laborales y desincentivando la contratación. Y que, por esto mismo, destruirá empresas, porque “no podrán hacer frente a la subida”. Lo cierto es que el intenso ajuste de los costes laborales que se ha producido en España desde 2009 deja margen suficiente para que aumenten los salarios sin afectar a la competitividad empresarial. De hecho, los países con mayor renta de la UE tienen productividades mayores que la de España, pero sus salarios mínimos son también más elevados, en una proporción muy superior. Por ejemplo, las productividades por ocupado en Alemania y Francia son, respectivamente, un 4,6% y un 13,4% superiores a la española; pero el salario mínimo es en ambos casos un 74,5% superior; en Reino Unido la productividad es incluso inferior a la española, pero el salario mínimo es un 70,5% mayor. En todo caso, cabe preguntarse qué tipo de actividad empresarial es de tal carácter que resulta incapaz de producir los rendimientos necesarios para retribuir el trabajo con un mínimo de 900 o 1.000 euros en jornada completa, y si resulta eficiente social y económicamente.
Frente a todas estas recurrentes admoniciones, los falsos profetas del apocalipsis ignoran o minimizan los posibles impactos positivos de un aumento del salario mínimo: contribuye a sostener la demanda y la actividad económica a través del consumo; eleva los ingresos por cotizaciones a la Seguridad Social (unos 600 millones en 2019, según cálculos del Gobierno); supone un incentivo indirecto para que las empresas ganen en eficiencia y el empleo que se cree sea de mayor calidad y más duradero; contribuye a elevar la motivación de las personas con empleo (y como derivada, su productividad); y ayuda a mejorar los niveles de justicia laboral y social.
En definitiva, la subida del salario mínimo resulta una exigencia económica y social, y no hay mejor momento para realizarla que ahora, cuando la economía española lleva desde 2014 creciendo y creando empleo a buen ritmo. Con el incremento acumulado en los últimos tres años el salario mínimo español sale de los niveles de miseria (era el más bajo de toda la zona euro en porcentaje sobre el salario medio) y se aproxima a una cuantía, si no suficiente, digna. Una senda que debería tener continuidad en 2020 alcanzando los 1.000 euros al mes, en consonancia con lo comprometido por las organizaciones empresariales para los salarios de convenio en el acuerdo firmado con las organizaciones sindicales el pasado año (IV AENC).